En el libro Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino, el personaje viajero Marco Polo visita y describe diversas ciudades del imperio gobernado por el Gran Kublai Kan. Por medio de sus descripciones Polo le permite al emperador -y también a nosotros- habitar aquellas ciudades y sentirlas en su movimiento propio. Pero hay una ciudad, Dorotea, que desafía el modo de narrar de Polo. El viajero inicia el relato con una descripción detallada, casi milimétrica de ella: habla de sus murallas, de sus puentes, de sus casas, chimeneas y barrios. Sin embargo, hay algo que no logra comunicar, un «algo» que lo desborda, y que un sencillo camellero sí pudo descifrar y poner en palabras. El camellero se refirió a la ciudad en estos términos: «Llegué [a Dorotea] en la primera juventud (…) Hasta entonces sólo había conocido el desierto. Aquella mañana sentí que no había bien que no pudiera esperar de la vida». Lo que desbordó la sensibilidad de aquel camellero fue la gente que habitaba la ciudad: sus profundas miradas, su alegría hecha música, su lucha manifiesta en carteles de colores. Después de estar casi dos años en Colombia, y más de un año y medio colaborando en la Red Juvenil Ignaciana, siento que puedo hacer mías las palabras de aquel camellero. Habitar la Casa Ignaciana de la Juventud como hogar, encontrar en ella miradas que hoy son amigas, descubrir a Dios hecho gesto y palabra en tantos jóvenes, me regala una cierta frescura que me hace «sentir que no hay bien que no pudiera esperar de la vida». Me conmueve reconocer que el loco de Dios no se cansa de sorprenderme con sus regalos. La CIJ y la RJI son mucho más que una «casa» y una «estrategia». Son rostros múltiples de esta colorida Colombia que cree y lucha. Rostros e historias que se me han permitido conocer a través de Misión en Red, a través de los diversos Voluntariados, Ejercicios Espirituales, Camino Claver, REDAR, Huellas, etc. Vínculos y experiencias que me «moldearon el corazón» y que alientan mi deseo de darme a Dios sirviendo a su Pueblo. El compromiso social de los diversos procesos de la RJI, la apuesta seria por la reconciliación, la apertura a la diversidad en sus múltiples dimensiones, el deseo siempre presente de generar espacios de Reino en el que podamos toparnos con Dios, representan para mí -y para muchos- signos del Espíritu. Signos elocuentes que me confrontan en mis límites y me educan en mis posibilidades. Como aquel camellero con el que se encontró Polo, siento que a donde vaya llevaré también «algo» de esta RJI que tengo el placer de habitar. «Algo» que se me fue haciendo piel, ritmo y color. «Algo» que me sabe a café… y también a Dios.

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